
la poesía mexicana”, ha dicho con propiedad
Rubén Bonifaz Nuño, el más alto y profundo
poeta del México contemporáneo. Y así es.
Pero vayamos a los orígenes del corrido, es
decir, del romance.
Para Menéndez y Pelayo y Menéndez Pidal,
“los romances, ya por línea recta, ya por línea
transversal descienden de las crónicas, son pues
fragmentos de los cantares de gestas perdidos
por no hallarse escritos.”
Sí, los romances fueron el origen de los cantares
de gestas que más tarde compusieron y cantaron
los juglares, así llamados entonces y que, hoy. en
México conocemos como onda grupera.
¿O es que no son juglares los populares cantores
de la onda grupera?
Los romances en su origen, dado que no existía la
radio y ni la TV, se cantaban en mercados y plazas.
La mayoría de los romances eran anónimos. Sus
temas eran históricos, novelescos, líricos o relatores
de los acontecimientos sobresalientes de la vida
y su entorno.
Fueron recogidos por primera vez en el llamado
“Cancionero de Constantina” a principios del siglo
XVI y salvados del olvido.
Llegaron al Nuevo Mundo con los conquistadores
y tiempos después se les llamó en México corridos.
Antes de nacer como tales y con temas propios, ya,
de la vida y las incidencias surgidas en las nuevas
tierras los romances viejos fueron cantados en la
Nueva España por los nostálgicos soldados de Hernán
Cortés.
En México los viejos romances cambiaron de alguna
forma.
Se hicieron nuevas versiones en orden a las circunstancias
a que tenían que adaptarse las mujeres y los hombres en el
Nuevo Mundo.
Sucedió esto en todo el ámbito de la lengua castellana
del hemisferio americano.
En México los viejos romances se hicieron nuevos
y diferentes y se adornaron, en muchos casos, de
diminutivos. Veamos el llamado “Cuchito”:
“Cuchito, Cuchito, mató a su mujer/ con un cuchichito
del tamaño de él,/ le sacó las tripas y las fue a vender:/
“¡Mercarán tripitas de maña mujer!”
Estas primeras versiones burlescas del romance en
México pierden por completo el carácter de epopeya
que tenían en Castilla-
La realidad en el Nuevo Mundo es totalmente diferente
a la de la estepa castellana, donde “el guerrear diario”
era parte de la vida cotidiana.
En las grandes extensiones del continente recién
Descubierto la visión se transforma y con ella la
temática.
Entre nosotros el viejo romance se hace juego, por
momentos, infantil.
He aquí el titulado “La Pastora”:
“Se durmió la pastora, comió queso el gatito./ La
pastora, enojada, mató a su michito”
Sí, sí, el romance se dulcifica y se infantiliza:
“Hilitos, hilitos de oro, que se me vienen cayendo,/
que dice el rey y la reina/ que cuantas hijas tenéis.”
En esta transformación concurren distancias, a más
de atmósferas mediatas. Por un lado la lejanía la
lejanía misma del virreinato en relación con el reino
y la corona y por el otro el sol y el aire, el clima de
la nueva tierra.
Los romances se aniñan y se cantan en las plazas
Las noches de luna llena y a coro por los infantes.
Lo que fuera ayer cantares de juglares y soldados
son ahora cantinelas de pequeñuelos y mozuelas:
“Yo soy la viudita de Santa Isabel,/ me quieren casar
y no hallo con quien.”
Y es por ahí que se escucha aquello de:
“El piojo y la pulga se van a casar/ no se hacen las
bodas por falta de pan.”
Aparece en lugar del soldado y de la gesta heroica
El señor don Gato “sentadito en su tejado”. O los
romances de miedo:
“Estando durmiendo anoche/ un lindo sueño soñaba:/
soñaba con mis amores,/ soñaba en mi hermosa dama./
de pronto se me aparece/ una figura muy blanca,/
-Eres el Amor?, pregunto./-No, responde, ¡soy la
Parca”.
Y llega la Parca decidida a llevarse la vida entera
por delante.
El romance se ha hecho personal e íntimo. Ya no
son los sufridos guerreros, bajo el fiero sol,
derrotados o victoriosos, los protagonistas. Ahora,
la protagonista es Delgadina paseándose “de la
sala a la cocina/ con vestido transparente” y con
la muerte blandiendo su espada invisible, pero
siempre muy certera, sobre su bella cabeza.
Las versiones del viejo romance en México cantan
el mal de amor:
“Chiquita, si me muriera/ no me entierres en sagrado:/
entiérrame en el arroyo donde me pise el ganado”.
Y se canta aquello de:
“¿Dónde vas, Román Castillo,/ dónde vas, pobre de ti./
Ya no busques más querellas/ por nuestras damas de aquí./
Ya está herido tu caballo,/ ya está roto tu espadín,/
tus hazañas son extrañas/ y tu amor no tienen fin.”
Se canta a la zagala en el campo y se le pide:
“Dame un besito, lucero,/ le dije lleno de afán.”
A lo que la zagala responde, para que veamos que
el ayer, al igual que el hoy, los hechos de la vida
nuestra de cada día no fueron muy diferentes:
“Si con oro me lo pagas/ de luego lo iré a buscar.”
Pues si, si hay oro a la vista, no hay zagala que
luego luego se resista.
El romance en suma, nacido de la guerra y que pasara
por los palacios y las damas emperifolladas, en América
se hace infantil y juego amoroso durante varios siglos,
hasta que con la Independencia y la Revolución, y ya
con el nombre de corrido, vuelve a recorrer y a recobrar
su, digamos, esencia y presencia.
Se endurece de nueva cuenta y canta la lucha del hombre
en armas, desembocando aquí y ahora en los llamados
narcocorridos, que nos remiten a los corridos fronterizos
que nos dejaron testimonios de las acciones y los hechos
de los antiguos y románticos contrabandistas y aquellos
bandidos que robaban a los ricos para socorrer a los pobres,
personajes como José María “El Tempranillo”, en
España y, entre nosotros, Camelia La Texaca o Lino
Quintana y otros muy de hoy, que se sienten “Jefes de Jefes”, y que
y ya tienen sus corridos resonando en las voces de Las
Águilas del Norte y Los Renegados, entre otros intérpretes,
y ya muy bien instalados en la memoria imborrable o, si
usted gusta, en el disco duro del alma popular.
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